lunes, 29 de febrero de 2016

El problemita

Hay personas convencidas de que las palabras, en diminutivo, son más simpáticas. Temo que no. En muchos casos los diminutivos no hacen más que irritar al que los escucha. Un granito no es más bonito que un grano. Un dedito señala lo mismo que un dedo. Un problemita…bueh, un problemita puede ser una cuenta de multiplicar, pero difícilmente sea definitorio de lo que lo sucede a alguien.
La primera de las muchas veces que escuché lo de del “problemita” fue cuando mi hija mayor me preguntó qué problemita tenía su hermana. Enseguida me hizo ruido el diminutivo. Pronto descubrí que tenía que ver con el modo en que otras mamás les explicaban a sus hijos sobre Tati. La frase vendría por este lado: “¿Viste la hermanita? Tiene un problemita”. Debía seguir rimando con “ayudita”, “pobrecita”, “buenita”… Yo sé que hay una tendencia natural a hablarles a los infantes en pequeño, como si por terminar las palabras en “ito” o “ita” las acercara a su misma altura. Pero el diminutivo no califica, ni adjetiva siquiera las palabras. El tema está en qué explicarle a otro pibe. Y no es fácil. Para mi sigue siendo complicadísimo decir algo que tenga sentido. Intento con descripciones simples como que Tati se comunica de una manera diferente, que hay cosas que le cuesta entender como están dadas, que se expresa a su manera, que cuando a ella algo la emociona a veces salta o se acerca mucho… Supongo que cada cual inventa su manera de contar como es su hijo. Es como un subtitulo personalizado. Porque a decir verdad, ninguno es igual a otro.
Decir “problemita” tiene otras raíces también. Es una manera de zafar de decir LA PALABRA, esa que a muchos los asusta. Problemita, puede caer más simpático y ambiguo que  “autismo”, o “discapacidad” (ni que hablar), o “TGD”. Al que no está en el baile, le cae mejor. Pero —no quiero hablar por todos, pero creo que sí a muchas mamás/papás— nos cae mal. Porque el “problemita” trae consecuencias demasiado grandes para un diminutivo. Implica no entrar en la media, en lo que ya está organizado. Eso acarrea armar todo un mundo alrededor de él: escuelas, terapias, salidas, médicos… Ya no sos parte de la mayoría, estás con alguien que tiene una percepción del mundo nueva. Intentás aprenderla o cuanto menos imaginarla para repensar hasta las cosas más cotidianas. ¿Llamarías a eso un problemita? Y ¿de quién es? Porque a Tati la veo bastante contenta viviendo el mundo como lo percibe. Otra vez la pelota puede llegar a caer en otra cancha y el problemita sea del que mira raro, del que no sabe qué hacer, del que si tiene un nene en la hamaca de al lado en la plaza se corre por si contagia. De la escuela que no puede recibir al pibe y prefiere que lo atajen en otro lado, para evitar el problemita o porque tienen una incapacidad para acoger al que no cuadra.
Ahora que lo pienso, el problemita bien podría ser compartido, del que está y el que no está dentro del formato. Entonces, si nos importa a todos, puede dejar de ser “el problemita” para ser un desafío. La búsqueda de una nueva figura, que claramente no es un cubo, donde se nos pueda incluir a todos. Y ojo, no estoy pidiendo que todos nos ocupemos o preocupemos de los mismos temas. Cada cual tiene sus propios mambos. Solo pienso que dar un espacio a la diferencia, en vez de dejar afuera al que tiene un “problemita” como si fuera un marcador fallado, estaría genial.
Vuelvo a los diminutivos. La mitad de mis amigas me llaman Marianita, y lo tomo con cariño. Generacionalmente somos muchas Marianas y suelo ser la más petisa. De esos diminutivos, los cariñosos, no reniego. Pero el problemita, me cae para el culito.
Con amorcito, Marianita.

lunes, 22 de febrero de 2016

Etiquetas

El uso de categorías es tan antiguo como el ser humano social. Había que separar lo que se come de lo que no, el que era amigo del que venía a hacerte daño. El que había que cuidar del quien habría que cuidarse. Las cosas se pusieron más complejas con la evolución de la sociedad, algo que al principio, supongo, habrá hecho las cosas más sencillas, pero que hoy llegan al extremo del bloqueo mental a la hora de encarar cualquier tipo de interacción social. ¡Nomas traten de llenar cualquier formulario!
Supongo que las etiquetas siguen sirviendo a algunos fines (no, señorita, este jean “L” no me va, tráigame uno con mas X por delante) pero cuando estas se depositan sobre seres, eternamente cambiantes por su propia naturaleza, la cosa se pone delicada. Porque queremos ser apreciados por lo que construimos de nosotros mismos, eso que nos hace orgullosos, no lo que por un capricho de la naturaleza nos ha tocado en suerte. Porque la etiqueta, como bien nos han enseñado en las clases de Química, sirven para saber cómo tratar correctamente lo que es etiquetado. Y esto, en una persona, se traduce en prejuicio. Especialmente cuando no se sabe el significado de la palabra escrita en la etiqueta, entonces por mero instinto, la persona es excluida para que por impericia no explote o contagie a algún otro. Entonces escondemos las etiquetas con la esperanza de postergar esta situación lo más posible, para acercarnos más al conocimiento y que sin miedo los otros descubran quienes somos. No es vergüenza, no podemos sentir vergüenza de lo que SOMOS y no elegimos. Pero está bueno que primero nos conozcan a NOSOTROS, antes de lo que sea que diga esa etiqueta, que no nos define ni justifica.
Con el autismo de Víctor siento una profunda dicotomía. Por un lado, todo lo que dije antes. Luego tenemos los tiempos acelerados de hoy en día. Cuando salimos a lugares donde existe la posibilidad de interactuar con otras personas, lo dejo deambular como cualquier niño y no me meto en sus juegos salvo que él me lo pida. El “Tiene autismo” lo guardo como último recurso y solo si realmente viene al caso. La gracia es que no nos traten diferentes solo por su autismo… ¡Pero también está bueno hablar de autismo! Y estas oportunidades, si se puede y no hay crisis de por medio, están buenas para que nos vean en 3D y no como un listado de síntomas y siglas raras.
Pero también me siento incomoda… porque Víctor aun no entiende que es Autismo y las implicancias sociales de decir “Tengo autismo”. Quizás odie que yo le diga al mundo sobre su autismo. Quizás odie que lo oculte. Quizás en unos años él mismo podrá decidir qué hacer con sus etiquetas.

Sea como sea me tendrá de su lado.

lunes, 15 de febrero de 2016

¡Medime esta!

No es la primera vez que escribo sobre mediciones, pero el tema siempre vuelve de uno u otro modo. Desde que empezamos en búsqueda de un diagnóstico para Tati me vienen ofreciendo y dando medidas, la mayoría tan inexactas como las del INDEC, y muchas de las que no quiero ni saber. Como para sintetizar mi opinión al respecto: las medidas son un número intentando cuadrar en singularidades ¡¿?! Complicado. Para llegar a un número es necesario rendir el examen. Y Tati es de las rebeldes que nunca responden lo que la autoridad pide. Ella reprueba con alegría y me deja a mí con la angustia. Los porcentajes tampoco han definido un sistema de tratamiento y hasta donde yo sé, eso del “pronóstico posible gracias a una medición más exacta”, no me fue de gran ayuda. De a poco aprendí que las medidas no me llevaban a ninguna parte que no fuera a comprar algo a la farmacia para el dolor de estómago posterior a su devolución. Así que solo tomo las que considero inevitables. Ojo, no reniego de estudios y jamás diría “de esta agua no he de beber”, pero la medida exacta me vendría fenomenal si llevara a una solución exacta, que de momento no existe.

Superados los tests de medición en la época en que buscábamos un diagnóstico, tuvimos un buen tiempo de descanso. Pero cuando se acabó la escolaridad por los 14 años y empecé en búsqueda de CET, retomamos los exámenes. Ahora eran de admisión. Si bien estamos ambas más grandes y curtidas, no fue muy diferente a las primeras pruebas. Ella no alcanzaba los objetivos y yo sentía que me llevaba todas previas. Pasar de un bochazo a otro, es desgastante y sin duda no aporta a la autoestima…

Como dice mi mamá, todo llega. ¡La medida vino de buena onda! Encontré un CET (en un millón) donde el formulario de preguntas apuntaba a lo que Tati sí puede hacer. Parece una obviedad, pero siempre arrancan por lo que no puede, y ahí tengo la lista sábana. Encontrar una institución/profesional que busque lo que sí puede en vez de cerrarte la puerta por lo que no puede es un como un red bull intravenoso. “¿Qué cosas le gustan?” “¿Cómo da a entender lo que quiere?” “¿Cómo se maneja en un grupo?”

¿Cómo se maneja en un grupo? Qué se yo, para mi rarísima, ¿pero sabés qué? En su nueva escuela Manu la nombra desde el primer día y la lleva a la sala de la mano. Fede no la deja ir sin saludar. Juana le regala un dibujo por día, tiene tantos que ya compramos una carpeta para archivarlos. Y Camila la invitó a su cumpleaños. La admisión ahí fue lenta, porque para ellos la medida necesaria para entrar no estaba predeterminada, la iban evaluando de a poco y sobre la marcha. Por ahora todo parece funcionar bien, ojalá así sea.

Sigo con un diagnóstico cuyo apellido es N.E. (no especificado). La verdad es que a esta altura no necesito mucho test para ver que es un autismo B.C. Bastante Complicado. Los especialistas lo llaman Profundo, no sé si el término me resulta muy amoroso. Lo concreto es que en cuanto a “rendimiento”, sus medidas no van a dar ni para modelo de Pancho Dotto. Claro que no es lo que deseo. Pero si le doy otra lectura. Si lo pienso en función de su propia vara, veo que Tati no necesita parecer, le alcanza con “ser” para que la quieran. Y eso ¿cómo corno se mide?

lunes, 8 de febrero de 2016

Jardín de infantes: Round 2

Sabiendo que no había nada que pudiera hacer al respecto hasta que empiece febrero, durante el mes de enero me propuse sacar esta preocupación de mi cabeza, para al menos disfrutar mis merecidas vacaciones. Y aquí estamos, a principios del mes más corto del año, contando los días para el próximo gran enfrentamiento, tan gigantesco y amenazante que hace quedar a la junta médica evaluadora como una reunión de té con amigas: el jardín de infantes.

Me encantaría que mi máxima preocupación fuera encontrar un lugar que venda el uniforme en precio y con buena calidad. Estar preocupada por no saber cómo voy a tener que acomodar mis horarios en la oficina en el condenado período de adaptación. O si tendré que ajustarme el cinturón para pagar un transporte escolar para mi nene más grande y manejarme más tranquila con Víctor. No, hoy se puede decir que después de tanto tiempo, estamos bien: no me preocupa ni el dinero ni la salud ni el amor. Me preocupa el jardín de infantes.

¿Pero y qué es lo que te preocupa? Ya está anotado en el jardín, ya tenés asignada una asistente terapéutica, ya sabés que Víctor con constancia y una buena rutina capta las cosas lo más bien… ¡Todo va a salir bien! Uff, si solo me preocupara por lo que depende de Víctor, no estaría aquí comiéndome la cabeza, estaría disfrutando mis últimas semanas de vacaciones para preparar la mochila justo un día antes de la inscripción final. Pero supongo que es como volver a confiar cuando ya te han fallado, volver a enamorarse cuando te han lastimado, volver a creer cuando mordiste el polvo.

Cuando Víctor tenía 2 años (y aun no sabíamos nada sobre autismo) lo anotamos en un jardín del barrio. Fue emocionante, le habíamos comprado el pintorcito, la mochilita, el vaso y el platito para la merienda, le había sublimado un dibujito de Bam Bam para la toallita, la abuela le había pintado a mano un individual… pero a los dos meses nos pidieron que lo retiráramos de la institución porque no sabían como manejarlo.

A finales del año pasado recorrí todos los jardines del barrio. Las escuelas especiales me decían que de ninguna manera debía anotarlo ahí, sino en un colegio “común” con acompañante. En los colegios comunes, aun sabiendo que no podían decir “no” buscaban todos los eufemismos posibles para hacerme entender que no éramos bienvenidos. El colegio donde quedó inscripto no fue la excepción. Y si no fuera porque su hermano está cursando la primaria ahí, calculo que también habrían intentado perderme. Si hubiera tenido otra opción seguramente lo habrían logrado, pero como no fue así, solo quedó sabor amargo en la boca que nos deja siempre el prejuicio.

Durante nuestras vacaciones, me emocioné en varias ocasiones, no solo viendo cosas que Víctor lograba por su cuenta, sino como se encontró jugando con otros niños, que no tenían ningún tipo de preparación profesional para tratar con personas con autismo, solo ganas de jugar y hacer amigos, aunque estos hablaran raro y se comportaran de forma diferente a lo que estaban acostumbrados. Enamoró a montón de chicas siendo adorable. Sorprendió a un montón de gente nueva que lo pudieron ver a él antes que a su condición.

En cambio en las entrevistas con sus posibles futuras maestras, me encontré con todo lo contrario. Es como si todo lo que los docentes dicen siempre sobre el maravilloso potencial de los niños pequeños quedara totalmente anulado por su autismo. No las culpo por no creerme una sola palabra sobre los avances de Víctor en el poco tiempo que lleva yendo a terapia y en su potencial. Pero por otro lado me duele muchísimo esa idea no pronunciada nunca en voz alta pero que se arrastra invisible en estos discursos sobre lo “complicado” de la inclusión, que es “no vale la pena”. Tantos subsidios, tantos sacrificios, tantas concesiones dadas a las personas con discapacidad… ¿Para qué? No vale la pena, como si fuéramos parásitos de la sociedad que solo pierde con nosotros.

Pues bien, lo siento mucho. Este año será un año durísimo para Víctor, pero como lo conozco sé que va a entender de qué va la cosa antes que todos nosotros y nos dejará con la boca abierta. Será un año muy duro para mí también, porque tendré que arremangarme y replicar a cada prejuicio con información y educación.

Desde ya, maestras futuras (de jardín, primaria y secundaria…), las perdono por no haber tenido fe en mi hijo a quien no conocían. Las perdono por cómo se van a sentir a fin de año cuando después de tanto trabajo haya logrado más de lo que esperábamos de él. Las perdono por cómo se enamorarán de él y habrán comprendido que el esfuerzo de él duplica al de sus compañeros quienes no se tomarán las cosas tan en serio como él.

Entiendo que estén preocupadas ante lo nuevo, lo desconocido. Pero créanme que realmente vale la pena.