lunes, 16 de noviembre de 2015

Ciclos

Una de las primeras cosas que empezamos a practicar cuando recibimos el diagnóstico y empezamos a trabajar a conciencia con nuestros hijos, es el armado de una rutina. ¡Rutina! Esa gran mala palabra que sepulta la vitalidad, la destructora de parejas estables, la anestesia de la la creatividad. Bueno, resulta que al final no era tan grave. La verdad que la rutina le hace bien a todos los niños pequeños para ayudarles a entender de qué va la cosa. Más adelante tendrán tiempo de patear el tablero y entregarse a lo inesperado, pero al principio lo mejor es tomarse las cosas con calma. ¡A preparar una rutina para el niño, entonces! Mientras más estructurado y planificado esté el día a día -nos dicen- menos ansiedad le generará, lo que lo predispone a un mejor aprendizaje.
Suena maravilloso y la verdad es que aunque a nuestro adolescente interior le cueste aceptarlo, la cosa parece funcionar. Pero la verdad es que por más planes y agendas preparemos, con dibujos, fotos o aplicaciones especializadas en la tablet, la vida encuentra la manera de salirse de las líneas trazadas. No todos los días son tranquilos y acordes al plan. Hay días en que sencillamente todo sale al revés. Y aunque la anticipación de los hechos pueda reducir la ansiedad de nuestros chicos ante lo desconocido, otros factores pueden desencadenar reacciones similares que muchas veces ni ellos ni nosotros podemos explicar.
Hay días en que lo miro y veo grandes avances. Recuerdo momentos en el pasado donde un simple obstáculo significaba un abismo de desesperanza en el que se dejaba caer y no había forma de rescatarlo. En cambio tiempo más tarde, ese mismo obstáculo es apenas un contratiempo que con un poco de esfuerzo y refunfuños se sobrepone. Entonces aunque a veces llore o comience una rabieta, no puedo enojarme ni sentirme mal, porque no puedo dejar de ver el vaso medio lleno.
Pero hay otros días. Donde no pasa nada particularmente malo. Quizás solo mira por quintillésima vez su DVD favorito, que me lo tuvo que pedir poniendo la caja en mis manos, porque aún no puede pedirmelo con palabras, pero me lo pidió. O veo pasar niños saliendo del jardín y con 3 años exhiben un léxico superior al de la mayoría de los adolescentes, y me resulta tan injusto que mi chiquito no haya podido disfrutar de esa experiencia y en cambio tenga que hacer terapias 4 días a la semana. Y aunque está todo bien se me llenan los ojos de lágrimas y no puedo dejar de ver el vaso medio vacío.

También hay días en que coordinamos y estamos mal los dos, pero como decía el anillo de Grondona: Todo pasa. No es el fin del mundo, solo es un dia malo. O dos. O tres. Porque la rutina como herramienta ayuda, pero como modo de vida asfixia. Y lo sentimos todos, de vez en cuando, y está bien. Porque quizás pateando el tablero entendemos que las piezas no son adornos inertes y que, sorprendentemente, podemos mucho más de lo que habíamos planificado en un principio.

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